«Brian murió hace 136 días», dice su madre Vicki Bishop. «Lo vi morir durante mucho años, fue una muerte larga, lenta y horrible».
La mujer, de 65 años y residente en Clarksburg (Maryland), dice que la dura batalla de su hijo con los opiáceos borró la luz de su propia vida. Es la historia que comparten millones de padres estadounidenses que están traumatizados por el consumo de sustancias por parte de los más jóvenes.
«Pasé tantos años viviendo etapas de ansiedad y depresión. Me preocupaba por Brian todo el tiempo. Su enfermedad se apoderó de mi vida», recuerda ella.
Este es el daño colateral de la adicción, el impacto en aquellos que aman y se preocupan por el adicto. Muchos padres no sobreviven a las llamadas de medianoche, cuando les anuncian que sus hijos han sido arrestados, que han sufrido una sobredosis… La exposición crónica a las hormonas del estrés, a la adrenalina y al cortisol, a menudo, se manifiesta como un trastorno de estrés postraumático complejo, o C-PTSD, una respuesta a un trauma interpersonal continuo en el que el paciente ha estado cautivo, física o emocionalmente. Los síntomas incluyen disociación, ira explosiva y una sensación de desesperanza.
«Durante años, el padre suele estar traumatizado por ‘perder’ a su hijo», comenta el neuropsicólogo de Nueva York, Sanam Hafeez, que estudia el trastorno de estrés postraumático.
«Este trauma complejo», admite, se desarrolla cuando uno tiene «la sensación de ser un padre reprobado que tienen que defender a su hijo ante los demás. Se atormenta cada vez que los adolescentes mienten o roban a los padres, cuando llaman a la policía o cuando ven a su hijo inconsciente o en situaciones peores».
Bishop, que trabaja en un bufete de abogados, dice que aprovechó todo lo que se le ocurrió para tratar emocionalmente la dependencia a las drogas de su hijo. «Asistí a la terapia para aprender a sobrellevar y determinar que comportamiento adoptar. Leí libros basados en la ciencia y la autoayuda, oculté todo lo valioso de Brian, tomé medicamentos contra la ansiedad e hice yoga para aprender a relajarme. Es agotador», relata.
El psiquiatra especializado en adicciones George Kolodner ha visto de primera mano la devastación causada tanto por el adicto como por el ser querido. «Trabajo con ambos lados, y el dolor que cada uno de ellos sufre es tan grande», comenta. «Pero el dolor de los padres es especialmente complejo porque siempre parecen tener un sentimiento de responsabilidad… piensan que, de alguna manera, podrían haber hecho más».
Debbie Santini, de Sykesville (Maryland), tiene dos hijos adultos jóvenes que luchan contra el uso de opiáceos. Uno de ellos ha iniciado las sesiones de rehabilitación y ella, al igual que Bishop, se siente abrumada emocionalmente.
La mujer dice que lo escuchó todo: «Mamá, arruiné el automóvil, necesito una desintoxicación, necesito rehabilitación, he tenido una sobredosis, estoy en el hospital, tengo un absceso en la cara, me han apuntado con una pistola. Pasas del grito al llanto y a la preocupación, y eso te quita años de vida». Uno de sus hijos, que ahora tiene 25 años, comenzó a inhalar heroína en la escuela secundaria. Su otro hijo, de 23 años, sufrió un accidente de auto a los 17 años y, tras ese episodio, le recetaron opiáceos. Sus problemas empezaron ahí.
Santini, de 51 años, que trabaja para la Coalición de Familias de Maryland, una red de apoyo sin fines de lucro, señala que nunca puede calmar su mente. «Nunca se va», dice ella. «Puedo ir hasta el supermercado, preparar la cena o prepararme para ir a la cama, y siempre tendré un momento de pánico pensando en mis hijos. Comienzo a orar y luego tomo mi teléfono para saber cómo están», cuenta.
Ella trata de pensar en el futuro: visualizar a sus hijos como adultos felices, sanos, libres de drogas, casados, con hijos… «Me mantengo positiva», dice ella. «Esa es realmente la única forma en que puedo seguir adelante. Me va a absorber si voy por el otro lado», agrega.
La mujer tiene un mantra que la mantiene a flote: «La vida va a ser buena para mis muchachos porque ha sido tan mala durante mucho tiempo…».
También recurre a un «muy buen grupo de amigas», muchas de ellas con problemas similares. «Nos conectamos en momentos de crisis cuando uno de nuestros hijos necesita ayuda inmediata o cuando solo necesitamos desahogarnos. Estas relaciones me ayudan a mantenerme enraizado y centrado».
El apoyo mutuo ha ayudado a muchos padres que sufren de aislamiento y ansiedad causados por la adicción de sus hijos.
Durante los últimos seis años, el comandante retirado de la policía de Phoenix, Kim Humphrey, de 56 años, y su esposa, Michelle, compartieron temores, leyendas y sugerencias en las reuniones de Padres de Seres Queridos Adictos (PAL por sus siglas en inglés), una organización nacional para padres y cónyuges. Las credenciales de los Humphreys como líderes, lamentablemente, son sólidas: durante al menos una década, tuvieron problemas con las adicciones de sus hijos, que comenzaron cuando ambos eran adolescentes y finalmente pasaron de la marihuana a la metanfetamina cristalina y a la heroína.
Más de 1.000 personas ya pasaron por las reuniones PAL de los Humphreys y, según cuenta Kim, que recientemente se convirtió en el director ejecutivo de la organización, «vienen con total desesperanza». «Todo lo que anticipan al final del camino es la muerte de su hijo, y no pueden imaginar ninguna salida».
Los síntomas físicos de los asistentes pueden rivalizar con lo emocional. «Los padres desarrollan problemas cardíacos que nunca antes tuvieron, han tenido derrames cerebrales, han estado tan enfermos que ni siquiera pueden ir a trabajar», dice. La misma Humphrey perdió semanas de trabajo, y él y su esposa llegaron a un punto en el que ni siquiera querían abandonar su hogar.
«La gente tiene tanto miedo de que alguien les pregunte sobre sus hijos o hijas, porque no saben qué responder», comenta. Le pasó a él también, más veces de las que puede contar.
«He tenido a esa persona que me dice: ‘Eso es realmente horrible, ¿qué crees que hiciste mal?’ Yo decía: ‘Es horrible, Hemos estado tratando de resolverlo’, y luego me iba pensando en que no quería volver a hablar con esa persona. Porque todo lo que podía pensar era que debía ser el peor padre del planeta. Pero no sé cómo, porque al igual que tú, teníamos una unidad familiar sólida y estable, y criamos a nuestros hijos para distinguir el bien del mal», sostiene.
Para hacer frente a eso asistieron a reuniones PAL, participaron en terapias con un consejero en adicción y «se centraron en encontrar alegría en nuestras vidas, independientemente de las decisiones de nuestros hijos».
La marea cambió para los Humphreys cuando sus hijos, finalmente, estaban a punto de dejar las drogas. Ahora, con edades comprendidas entre los 26 y los 30 años, los chicos han estado en recuperación durante los últimos cuatro años. Uno de ellos también es propietario de una casa y un adorable padre.
«Son el tipo de hijos que siempre quise», dice Humphrey.
Y la constante ansiedad y preocupación de que sus hijos puedan recaer, finalmente, ha menguado. «La realidad es que esos pensamientos aparecen en tu cabeza de vez en cuando», subraya él.
En el caso de Vicki Bishop, la lucha de su hijo Brian Meyer contra el consumo de sustancias comenzó a una edad muy temprana. «Brian tenía 15 años cuando me enteré de que tenía un problema», relata. «Era alcohol. Sabía que estábamos en problemas». Después de sufrir una grave lesión en el trabajo, a Meyer le recetaron opiáceos. Cuando se agotó la prescripción, encontró heroína y pronto tuvo problemas en el trabajo. A menudo se encontraba sin un lugar donde dormir y siempre fue física y emocionalmente frágil.
La ansiedad y la preocupación continuas de Bishop se vieron exacerbadas por sus sentimientos de aislamiento. «Hay muchos juicios contra personas que tienen niños adictos», dice ella. «Cuando andas con un secreto, tu estómago está molesto todo el tiempo, tu corazón siempre palpita. Contínuamente te preguntas ‘¿Por qué mi hijos?'».
Bishop pasó años devastada, siempre en alerta anticipando «la llamada». Cuando el año pasado tuvo una sobredosis fatal durante Halloween, ella confiesa que se le «rompió el corazón».
Mientras que la muerte de su hijo liberó a Bishop de la montaña rusa del terror, «no hay un gran suspiro de alivio, excepto tal vez el conocimiento de que tu hijo ya no está sufriendo». «Realmente es solo una diferencia en la forma en que tienes que lidiar con eso. Ahora solo estoy tratando de respirar».
Fuente: The Washington Post